La presunción de inocencia es baluarte de la civilización. Basta con imaginar que la máxima Ei incumbit probatio qui dicit, non qui negat no se cumpliera, y que la carga de la prueba recayera en el acusado, que sería considerado culpable salvo que demostrara que es inocente; imaginemos que toda evidencia, por escasamente convincente que resultara, o por inadmisibles que fuesen los métodos por los que hubiese sido conseguida, fuese aceptada por los jueces; supongamos, por último, que el lema relacionado con el anterior, In dubio pro reo, tampoco fuera respetado, y que los jueces, ante la duda, condenaran siempre a los acusados. La sociedad sería probablemente inviable y seguramente invivible.
Las instituciones de la libertad y la presunción de inocencia
Sin embargo, como subrayaremos en este artículo y en el siguiente, dedicado a los fallos del mercado, con la libertad y sus instituciones pasa un poco eso: con ellas no vale la presunción de inocencia, y ante la duda, son culpables.