Este libro [Países emergentes] advierte contra las ilusiones de los mercados emergentes: “aunque la India es considerada la nueva China, existen grandes posibilidades de que pueda experimentar una regresión y convertirse en el nuevo Brasil”. Y el propio Brasil es distinto de China, “pues ha invertido en la prematura construcción de un Estado del bienestar antes que en carreteras y redes inalámbricas para una economía industrial moderna”.
Se demuestran los peligros del intervencionismo, ilustrados por los multimillonarios sin competencia, como Carlos Slim en México, un país donde la bolsa crece más que la economía, acorralada por oligarquías políticas, empresariales y sindicales. Como sucede en Rusia, con lo que cabría preguntarse qué clase de “capitalismo” existe allí, o en China, donde más de la mitad de la capitalización bursátil corresponde a empresas públicas, y los gobiernos son feudales o socialistas (bastante parecidos, la verdad). En Rusia hay empresas mastodónticas pero no competitivas: no hay pymes, ni innovación, ni presencia internacional: ¡ni una sola de las cinco primeras marcas mundiales de vodka es rusa! Tampoco cuentan con un sistema financiero digno de tal nombre, y por eso tienen (mejor dicho, tenían) su dinero en Chipre.
Peor están en mi Argentina natal, definida como “mercado frontera”, porque “las leyes son dudosas, y el respeto a las reglas preexistentes, más dudoso todavía”. Mejor les va en la Europa oriental y báltica, donde están fuera del euro y, claro, ahora no quieren entrar, y en el país de renta media que para Ruchir tiene más posibilidades de llegar a ser una potencia emergente: Turquía. También cuenta con buenas perspectivas Indonesia, y también Tailandia, y Filipinas, que ya no es “la última de la clase”, pero más dificultades atenazan a la muy intervenida Malasia. Corea del Sur es un gran éxito, pero Taiwan mucho menos. En África mejora la economía y las telecomunicaciones, pero no los transportes; la paz ha hecho sus habituales milagros en Uganda y Mozambique (como los podrá hacer en el país más rico de Medio Oriente hasta los años setenta: Irak), y Nigeria mejora pese a todo, como lo hacen en el Golfo Pérsico unos países que se saltan las consignas del desarrollo: no tienen industria, sus impuestos son bajos, y el petróleo no es para ellos ningún “mal holandés”.
En fin, esto es solo una pincelada de un relato vertiginoso e interesante, así como generalmente alejado del pensamiento único. Por ejemplo, no desprecia a Europa, porque a pesar de su crisis es un modelo de estabilidad, una planta no precisamente abundante en el mundo emergente. Desconfía de la burbuja de las materias primas, cuya responsabilidad acertadamente atribuye a los bancos centrales; presenta una suerte de índice Big Mac de los servicios, basado en el precio de las habitaciones de los hoteles Four Seasons; y recuerda una vieja regla de oro para no equivocarse: “si los precios de un país con un mercado emergente le parecen caros incluso a un visitante de un país rico, es muy probable que ese país no siga siendo un milagro económico demasiado tiempo”.