Es don dinero, satirizó Quevedo en 1603. Sus contemporáneos de la Escuela de Salamanca ya conocían el poder genuino, el del Estado, y señalaron dos características fundamentales de la inflación: depende de la cantidad de dinero, y es un impuesto.
No hay poder como el político, y por eso se apropió del dinero hace miles de años. No es casualidad que fuera el César quien estaba en la cara del denario a partir del cual Jesús deslinda lo que debemos a Dios. Ya entonces mandaba el poder sobre el dinero, hasta hoy. El resplandor liberal lo limitó durante un tiempo con el patrón oro, pero la política recuperó el control desde comienzos del siglo XX con la generalización de los bancos centrales, que los Estados inventaron para tener la vida, y sobre todo el gasto y el endeudamiento, más fácil.
Pero nadie es perfecto, como sabemos al menos desde la última escena de “Con faldas y a lo loco”, y el Estado es poderoso caballero, pero no omnipotente: es dueño de sus actos, pero no de sus consecuencias.
Así, puede gastar para legitimarse políticamente, pero no puede evitar sablear a sus súbditos con impuestos. Es verdad que procura ocultarlos en todo lo posible mediante ingeniosos artificios, como las retenciones o la tributación indirecta, pero hay un umbral más allá del cual el pueblo descubre y resiente sus usurpaciones.
El Estado también puede organizar sistemas bancarios supuestamente seguros, pero la propia dinámica de esos sistemas los empuja a crisis cíclicas. Los gobernantes se presentan entonces como los que van a rescatar a los ciudadanos, cuando en verdad solo centrifugan hacia ellos los costes. Esto también perdura hasta que un determinado porcentaje de la población lo percibe.
Finalmente, el Estado puede expandir la oferta monetaria y abaratar artificialmente el crédito, simulando, como lo hace con sus planes de aumento del gasto público, que impulsa la recuperación de la economía. Es otra mentira, porque lo que hace es agravar un ajuste que retrasa en el tiempo, pero no elimina.
Una señal de los desmanes políticos es la inflación, presente entre nosotros también desde hace siglos. Últimamente moderada, es cierto, medida por el IPC, pero no por el precio de los activos, que, no por casualidad, registraron inflaciones elevadas antes de la última crisis de 2007.
Tampoco es coincidencia que los signos inflacionarios, ahora en activos y bienes, aparezcan cuando el poderoso caballero estatal no solo acomete políticas monetarias expansivas, sino que aumenta considerablemente gastos y deudas.
Apenas seis años después de los versos de Quevedo, Juan de Mariana explicó que la inflación, o el muy apropiadamente denominado “envilecimiento” de la moneda, es una forma de recaudación fiscal.
(Artículo publicado en La Razón.)