El liberalismo aboga por la igualdad compatible con la libertad: la igualdad ante la ley. En cambio, los antiliberales abogan por una igualdad que requiere la violación de la libertad: la igualdad mediante la ley.
Adam Smith era igualitarista. Sostuvo que no hay ninguna diferencia natural entre el filósofo y el mozo de cuerda, aunque esto sea algo que “la vanidad del filósofo” le impide reconocer. Con esta expresion smithiana titulan su libro Sandra J. Peart y David M. Levy: The “vanity of the philosopher”. From Equality to Hierarchy in Post-Classical Economics, Ann Arbor: University of Michigan Press.
Smith y los liberales creían que la humanidad es homogénea, en el sentido de que no deberíamos padecer trabas discriminatorias para salir adelante por nuestra propia cuenta, posibilidad que está en principio abierta a todos. Si no es así, entonces se justifica que unos líderes guíen al resto, lo que constituye una clave del socialismo.
Hubo originalmente una cercanía entre liberales clásicos y cristianos. Si no hay personas ni grupos mejores que otros, si debemos amar al prójimo y no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros, todo este esquema de reciprocidad desemboca en el aprecio por el comercio libre. De ahí vino la oposición de los liberales a la esclavitud, y de ella la inquina de algunos conservadores contra los economistas, y la famosa definición hostil de Carlyle a propósito de la economía: contra lo que protestaba era contra la libertad (cf. “La economía como ‘ciencia lúgubre’. Un mito perdurable”, en Economía de los no economistas, Madrid: LID Editorial, 2011).
La noción de la homogeneidad impulsa a respaldar la competencia, mientras que los antiliberales, partiendo de la heterogeneidad, niegan las virtudes de la competencia y la sociedad abierta. Adam Smith, apoyándose en la igualdad, rechaza los privilegios, porque cada uno de nosotros “no somos más que uno en la muchedumbre y en nada mejor que ningún otro de sus integrantes”. Todos podemos mejorar desde la cooperación en el mercado, y podemos hacerlo sin dañar al prójimo. El socialismo en todas sus variantes, en cambio, defiende siempre la mejora de unos a costa del empeoramiento de otros; la selección entre beneficiados y damnificados brota de la arbitrariedad arrogante del poder político y legislativo.
Los profesores Peart y Levy sugieren que el paso de la economía clásica a la neoclásica fue también el paso del igualitarismo a la jerarquía. Si en vez de primar la cooperación priman los llamados “fallos del mercado”, se sientan las bases para dicho intervencionismo, que deriva de la arrogancia de creer que, efectivamente, un grupo de ilustrados pueden saber mejor que usted lo que a usted le conviene. No aprendieron la sabia y modesta lección de Adam Smith sobre la vanidad del filósofo.
Vanidad, arrogancia, soberbia, prepotencia, todo queda justificado por los votos, son la ciencia infusa que reciben los políticos en cualquier partido y les permite, sin rubor, organizarnos la vida. No tiene solución, somos unos inmaduros esperando una varita mágica. Gracias por sus artículos, libros y comunicación en general.