La modernidad pervirtió las nociones fundamentales de la libertad. Así, sus instituciones, como la propiedad privada y el contrato voluntario, fueron universalmente consideradas egoístas y peligrosas. El poder político y la legislación, en consecuencia, debían quebrantarlos en beneficio del conjunto. Otro tanto sucedió con el mercado, que une propiedad y contratos. Los antiguos liberales como Adam Smith o Montesquieu consideraban al comercio en el mercado una muestra de civilización y progreso, de paz y tolerancia, y hasta de compasión. La palabra mercado, no por casualidad, está asociada a merced y gracia, como se ve en otros idiomas también: mercy en inglés y merci en francés.
No hay mercado sin libertad. La palabra mercancía, otro término peyorativo, se refiere a aquello que podemos comprar, o no. Si estamos forzados a comprar, entonces no es una mercancía, de la misma manera que si estamos obligados a firmar, entonces eso que firmamos no es un contrato. No es en absoluto casual que en el contrato más importante que firmamos en nuestra vida, además de la hipoteca, es decir, en el matrimonio, lo primero que pregunta el cura es: “Fulanita y Fulanito, ¿venís a contraer matrimonio libremente y sin ser coaccionados?”. Si no vienen de esa forma, el contrato no será válido.
Reveladoramente, todo esto, que está sistemáticamente asociado con la libertad, en nuestro tiempo es asociado con la dictadura, con la imposición. ¿Por qué será? Lo comprenderemos mejor imaginando un mundo sin mercados.
Si no hay mercados por definición no hay libertad, ni propiedad privada ni contratos voluntarios. En un mundo sin mercados las decisiones no serían tomadas por las personas, sino que serían impuestas por el poder político. Estaríamos ante lo que ya conocemos, puesto que ya conocemos lo que es un mundo sin mercado. De hecho está cerca de cumplir un siglo de vida el sistema económico y político basado precisamente en acabar con la dictadura de los mercados: el socialismo.
Difícil es imaginar un proyecto más magnífico y ambicioso que el socialismo revolucionario, que se basa en liquidar los mercados y pasar “del reino de la necesidad al reino de la libertad”, como decían sus fundadores. Así pensaban, en efecto: creían que el mercado representaba la opresión, y que suprimiéndolo accederíamos por fin a la libertad. De momento, con esta teoría las tiranías comunistas llevan unos cien millones de trabajadores asesinados. Los mataron a palos, a tiros, de hambre, en los más atroces campos de concentración que ha conocido la humanidad. ¿De verdad queremos acabar con los mercados?
Hombre, dirá usted, no hay que exagerar: acabar con la dictadura de los mercados para imponer el horror genocida del comunismo es hacer un pan con unas tortas, pero no es la única alternativa.
Efectivamente, no lo es. Existe otra alternativa que no acaba con los mercados pero sí los condiciona y limita. Es una sociedad donde no mandan los odiosos mercaderes sino los benévolos políticos, que nos quitan la mitad del dinero, pero no todo, que nos prohíben los toros en Cataluña pero no en Andalucía, que nos impiden fumar en los bares pero no en casa. Ahora bien, imaginar qué sucedería en ese benévolo totalitarismo apenas exige esfuerzo ¿verdad?