Fue Hayek en su último libro, La fatal arrogancia, el autor que más insistió en que no podemos tratar los órdenes sociales modernos, multitudinarios y complejos, como si fuéramos las tribus o las hordas en que los seres humanos hemos vivido durante la mayor parte de nuestra historia: la sociedad moderna, efectivamente, apenas tiene unos cuantos miles de años. Ese apego al orden primitivo, entre otras cosas, explica que nos fascinen tanto las personas en la calle. Es que ahí las podemos ver, mientras que “la sociedad” por definición es invisible, no hay manera de ver simultáneamente a sus millones de integrantes. En cuanto unos cientos o incluso decenas se agrupan en la Puerta del Sol acudimos a contemplarlos, extasiados, porque podemos verlos a todos a la vez, construyendo, por así decirlo, una sociedad. Si encima cada uno tiene allí voz y voto, y el resultado colectivo es consecuencia de la participación democrática, ya caemos rendidos ante la superioridad de ese “nuevo orden”, tan patentemente superior a la masa informe e indistinguible.
Pero, precisamente, el orden primitivo está asociado a eso: a la época primitiva, atrasada, pobre, y a la autoridad del grupo sobre el individuo. Nada en las asambleas del 15-M remite al ser humano más desarrollado, al contrario. Y nada de su mecanismo decisorio tiene que ver con la sociedad abierta, al contrario.
En 1819 el liberal francés Benjamín Constant distinguió entre De la liberté des Anciens comparée à celle des Modernes. La libertad de los antiguos era precisamente la del 15-M, es decir, la libertad de participar en las decisiones colectivas. Pero la libertad que cuenta, la libertad importante, la libertad de los modernos, es la libertad de seguir cada uno nuestro camino sin que la colectividad nos lo impida. Es una libertad distinta y compleja, pero también es la única compatible con la sociedad abierta y moderna.
Esta sociedad moderna, la sociedad del progreso y la tolerancia, es incompatible con la libertad de los antiguos: simplemente no es posible organizar la vida de la comunidad en asambleas. Si usted ha estado alguna vez en una comunidad de vecinos, sabe lo arduo que es llegar a conclusiones: ¡imagínese ahora el mismo ejercicio para toda la sociedad!
Aún más inquietante, y reflejo también de la fascinación ante el “pueblo” que podemos ver, es el resultado de una sociedad asamblearia: sería como de hecho ha sido en el pasado. Poco antes de Constant, otro ilustre francés, el marqués de Condorcet, percibió y denunció las dificultades de la decisión asamblearia. Murió en la cárcel durante la Revolución Francesa, ese episodio tan típicamente asambleario y progresista, que dio como resultado miles de personas asesinadas, en su mayoría, como siempre sucede, modestos trabajadores.
¿Participar activamente en la democracia? Mejor sería que la democracia no participara activamente en nosotros.