En ese sentido el panorama es análogo al de las pensiones públicas: se pueden pagar, pero si no hay alteraciones demográficas el sistema generará tensiones que desembocarán en una combinación de cotizaciones más altas y pensiones más bajas, que en un punto determinado podrá resultar insostenible para los gobernantes. De ahí el Pacto de Toledo, que es un pacto de silencio para no contarles a los españoles la verdad sobre las pensiones, y de ahí los continuos llamamientos a un pacto de similares características sobre la sanidad, que también oculte a la opinión pública que todo se debe a que la sanidad, como las pensiones, es pública y está manejada por políticos y burócratas.
Como es evidente que la gratuidad (aparente) de la sanidad es una de las explicaciones de su creciente demanda, la idea del copago parece atractiva porque mata dos pájaros de un tiro. Perdón por esta metáfora tan inapropiada hablando de salud, pero es lo que sucede: el copago, aun si consistiera en una suma testimonial, contiene la demanda y al mismo tiempo allega recursos para las arcas públicas. Por lo tanto, si se introdujera, ya estaría resuelto el tremendo problema del déficit de nuestro sistema sanitario. ¿Está claro?
Pues no, la verdad es que no está claro, porque, como sucede siempre con el intervencionismo, el copago no es sólo una solución sino también una fuente de problemas. Si se fija una suma reducida, entonces puede que la demanda siga como hasta ahora, y con ella los desequilibrios financieros y la deuda sanitaria, en particular la farmacéutica. Pero si el copago es elevado la reacción de la opinión pública ante el pago nada testimonial de un servicio que considera un derecho gratuito será muy peligrosa para el gobernante de turno. De ahí que el último engendro de la corrección política sea el copago corregido, es decir, un copago que tenga en cuenta la “equidad”, un injusto disparate que tendrá en la sanidad el mismo resultado que ha tenido en la fiscalidad, es decir, que el Gobierno nunca cobre más a los más ricos sino a los que no pueden eludirlo.
Hablando de fiscalidad, la otra línea de defensa del aumento de los ingresos es, naturalmente, la subida de impuestos, que en general en boca del buenismo contemporáneo suele apuntar a los llamados sin taxes, los “impuestos sobre el pecado”, como lo son típicamente el tabaco y el alcohol; a veces se añade que deberían ser finalistas, es decir, que su recaudación debería reservarse sólo para la sanidad. Problema: la fiscalidad sobre tales sustancias ya es elevadísima, y no cabe descartar que una nueva vuelta de tuerca rebaje la recaudación total, por ejemplo por el aumento del contrabando, un fenómeno que ya se está registrando en el caso de los cigarrillos.
El copago, pues, podrá introducirse, o alguna variante para lograr mayores ingresos públicos, pero es posible o incluso probable que no resuelva realmente los problemas que plantea un Estado redistribuidor en expansión.
Por cierto, una y otra vez oirá usted hablar de “la sanidad pública que queremos” o “nuestro modelo social”. Desconfíe: quienes así hablan no se plantean nunca dejarnos a cada uno de nosotros elegir aquello que queremos y pagarlo con lo que es nuestro.