Cuando unos políticos quieren demonizar a otros, cuando quieren pintarlos como la peor amenaza para la convivencia y el progreso, los acusan de querer acabar con el Welfare State. Cualquier político que sea objeto de semejante acusación monta en cólera y responde indignado que en ningún caso abriga él semejante intención reaccionaria. Supongamos, pues, que esta hipótesis que nadie concibe se lleva a la práctica. ¿Cómo viviríamos sin el Estado del Bienestar?
La reacción inmediata es: viviríamos mucho peor, nunca mejor. Y parece razonable: ¿qué haríamos sin sanidad pública, sin prestaciones de desempleo, sin educación, sin pensiones de la Seguridad Social?
Por asombroso que parezca, esto no es evidente en absoluto. Lo que sucede es que el peso del Estado en la realidad y en las ideas es tan enorme que tendemos a caer en lo que he llamado la falacia del Estado que está. La falacia del Estado que está afirma que como el Estado está, y hace cosas, esas cosas que el Estado hace porque está no se harían si el Estado no estuviera.
Presos de esta falacia, concluimos que como el Estado brinda servicios de educación, sanidad y pensiones, si no hubiera Estado no habría educación, ni sanidad, ni pensiones.
¿Por qué es una falacia? Porque supone implícitamente que el Estado es capaz de dar esos servicios gratis. Obviamente, esto no es cierto, porque el Estado no tiene dinero: todo euro que gasta es un euro que ha quitado o quitará a los ciudadanos. Por definición, pues, todo lo que el Estado hace podría ser hecho en su ausencia. Y suponer que esto no sería así necesariamente interpola hipótesis reaccionarias. En efecto, suponer que sólo educamos a nuestros hijos porque el Estado nos obliga a hacerlo y a pagarlo, y que si no lo hiciera todos forzaríamos a nuestros hijos a permanecer siempre en el analfabetismo, equivale a suponer que somos estúpidos. Y no lo somos, claro. Si el Estado no estuviera, es decir, si los ciudadanos retuviéramos los ingresos que el Estado nos arrebata, todo lleva a concluir que lo gastaríamos precisamente en educación, sanidad, pensiones y seguros de todo tipo, incluido el de desempleo. El resultado sería, asimismo, más eficiente que el actual, de modo que tendríamos los mismos servicios que ofrece el Estado pero a un coste menor. Además, constituiríamos una sociedad de mujeres y hombres responsables y libres, lo que no es una ventaja baladí.
Dirá usted: ¿y qué pasaría con los más pobres? Posiblemente la mayor de las mentiras del Estado es pretender que su existencia se debe a la atención a los desvalidos. Nunca es así. Basta echar un vistazo somero a lo que el Estado hace realmente para comprender que su labor no tiene nada que ver con el cuidado de los marginados. El Estado no es la madre Teresa de Calcuta, que sí se especializaba en ayudar a los más pobres. El Estado dice que lo hace, pero en realidad se ocupa de someter al conjunto de la población.
El ejemplo de la madre Teresa de Calcuta, asimismo, sirve para refutar la idea de que si no hubiera Estado, entonces nadie se ocuparía de los más desfavorecidos. La prueba de que esto no sería así es que de hecho no es así ahora, a pesar de que el Estado arrebata a los ciudadanos algo así como la mitad de sus bienes todos los años. A pesar de eso los ciudadanos se ocupan de los demás, libremente, en particular de los más pobres. No tiene sentido pensar que dejaríamos de hacerlo si el Estado no nos quitara el dinero que nos quita.